La importancia de la soledad impuesta
Si sois aficionados al mundo del desarrollo personal y soléis leer libros y artículos sobre psicología y autoayuda (por muy mala fama que tengan estos últimos…) seguro que habréis escuchado y leído en mil sitios acerca de la importancia de practicar la SOLEDAD, como herramienta de autoconocimiento.
Y no le quito razón.
La soledad siempre ha sido uno de los mecanismos que más me ha ayudado a analizarme y comprenderme, más allá de las creencias y pensamientos condicionados con los que todos hemos ido creciendo. Básicamente, cuando estás solo no tienes que ponerte ninguna careta para adaptarte a ninguna situación. Tienes libertad para quedarte completamente desnudo. Y ese es el primer paso para comenzar a rascar un poco más profundo.
Sin embargo, aunque a menudo la “tarea” del crecimiento personal es retratada como un camino de rosas, basada en levantarnos muy muy pronto, comprarnos un Bullet Journal y hacer sentadillas 3 veces por semana, lo que no se expresa con suficiente honestidad es lo realmente difícil que puede llegar a suponer utilizar la soledad como método para alcanzar la madurez personal.
Más aún si esa soledad es impuesta.
Cuando tenía 18 años y acababa de entrar en la universidad, mi pareja de por aquel entonces ingresó en el ejército y fue destinado bastante lejos. Mi padre comenzaba una rehabilitación física y neurológica para recuperarse de un accidente que había sufrido tres años atrás. Mi madre se enfrentaba a una depresión. Mi hermana se mudó fuera de España durante 1 año por motivos de trabajo. Y mi abuela, que siempre fue mi figura de cariño y apoyo desde que tengo recuerdo, fue diagnosticada con Alzheimer en un estadio avanzado.
Sí, estaba sola. Pero tampoco vamos a dramatizar la situación. Tenía techo, dinero y la posibilidad de formarme para mi futuro, así que no me quejo.
La cuestión es que cuando esa soledad impuesta llama a nuestra puerta (y en mi caso, lo hacía por primera vez) tenemos cientos de opciones: quejarnos, victimizarnos, deprimirnos por sentir que todo nos pasa a nosotros… Todas válidas, sí… al principio. Pero eventualmente, cuando la pasividad y la queja solo te conducen a estar cada día más metido en tu propio lodo, el único camino que te queda por tomar es el inevitable: aprender a manejarte en esa maldita soledad. Día tras día.
En mi caso, comenzó al inicio de mi 2º año de carrera. El año anterior había sido un completo caos: me dediqué a volcar tierra encima de todos los problemas que fueron viniendo, y me esforcé por seguir sacando buenas notas en la universidad, lo cual siempre me había dado mucha satisfacción personal. Hasta que dejó de dármela.
Por muchos sobresalientes que sacase, ya nadie iba a darme esa palmadita en la espalda y decirme lo válida que era. Las cosas cambian. Así que debía encontrar la manera de sentirme a gusto conmigo misma sin buscarlo en el reconocimiento externo.
Empecé a buscar esa soledad. Comencé a ir solamente al mínimo de clases, prácticas y seminarios necesarios para aprobar cada asignatura, y el resto del tiempo hacía lo siguiente:
Al llegar a casa, cogía los cascos y el móvil. Me ponía la música que me pidiese la cabeza ese día, y me iba a dar un largo paseo por una dehesa que se encontraba no muy lejos de mi casa.
Nunca había nadie.
Tenía una extensión de al menos 3 o 4 kilómetros a la redonda, y me la recorría a lo largo y a lo ancho, hasta que anochecía. Y entonces volvía a casa.
Todos los días, durante cerca de 2 años.
¿Planazo, no? Bueno, francamente a mí tampoco me entusiasmaba ese plan, pero ya que me sentía sola por dentro, prefería ir a un lugar donde también pudiese estar sola por fuera. Y poder sentir tristeza, enfado, cansancio… o lo que me apeteciese, sin sentirme culpable por ello.
Algunas tardes eran desastrosas. Cuando tienes la cabeza llena de historias y aún no sabes cómo compartirlas con tu gente, el silencio comienza a pesar. Así que aprendí a expresarme a través de la música. Francamente, muchos días me sentía mal y ni siquiera tenía la menor idea de por qué. Pero las letras de esas canciones parecían entenderme mucho mejor de lo que yo había sido capaz.
Al cabo de los meses, esa dichosa soledad terminó por enseñarme 3 cosas que aún me ayudan a sobrevivir a día de hoy:
La soledad impuesta termina transformándose en soledad buscada, y es ahí cuando comienzas a conocerte a ti mismo
Cuando estás solo en tu propia compañía es cuando piensas, actúas y sientes como te nace realmente.
Toda la energía que empleamos para adaptarnos y entender personas y circunstancias externas, podemos gastarla y malgastarla en nosotros mismos. Y aunque pueda sonar frívolo o egoísta, termina por convertirse en un extraño placer que echas de menos.
Y es que nos hemos vuelto adictos al ruido externo. Cualquier cosa vale: un ratito en Instagram, otro capítulo más de Netflix, un vídeo, y otro vídeo, y otro vídeo… Cualquier cosa antes que 1 minuto solo, conmigo y mis malditos pensamientos. Cuando nos pasamos semanas evitando a toda costa el silencio de estar con nosotros mismos, podemos tomárnoslo como la alerta roja que nos informa de que ahora, más que nunca, necesitamos ese diálogo interno.
Todo acaba pasando
Lo cierto es que con el tiempo, todo acaba pasando. Sí, tanto lo bueno como lo malo. Pero esto es una buena noticia, créeme.
Cuando aceptas que todo acaba pasando, los buenos momentos los vives con mayor presencia, saboreando todo lo que se te acaba de regalar. Y las malas rachas las percibes con menor ansiedad. Resulta más fácil mantenerse sereno cuando sabes que esta tormenta también tiene fecha de caducidad. Es entonces cuando el concepto del tiempo (“¿Cuánto durará esto?”, “¿Voy a sentirme así siempre?”) pasa a un segundo plano.
La ausencia de ruido externo es lo que permite que empieces a escuchar tu forma de pensar, la cual es la que crea tu realidad
¿Pero cómo va a ser mi mente la que crea mi día a día?
Bueno, esta idea debe estar en el top 5 de los mantras de la filosofía oriental: Tu forma de pensar conforma tu realidad. Y no, no es cuestión de desear que las cosas sucedan sin mover un solo dedo. Significa que las cosas que te suceden, per se, no tienen mucha importancia. Lo importante es cómo reaccionas tú ante esas cosas.
Tus pensamientos son los que dan lugar a tus emociones, y no al revés. Y esos pensamientos, convertidos en decisiones, son los que eventualmente irán construyendo tu realidad. Por eso es tan importante que cuando estés solo, de vez en cuando te hagas estas preguntas:
- ¿Qué tipo de pensamientos son los que suelen adueñarse de mi cabeza la mayor parte del tiempo?
- ¿Qué emociones me producen?
Ese trabajo de autoconsciencia es el que, con el paso del tiempo, te ayudará a redirigir tus pensamientos hacia lo realmente importante.
Y con este artículo mi intención no es decirte que la soledad es el gran amigo que todos deberíamos tener. Muchas veces no lo es. Yo misma, a día de hoy, sigo evitándola de vez en cuando.
Mi intención es decirte que cuando te encuentres a ti mismo huyendo de ella, pares por un momento y te preguntes por qué. Qué es lo que estás evitando enfrentar por todos los medios. Al final, se podría decir que la soledad es algo así como un colega con un espejo. Un enorme espejo dispuesto a soltártelo siempre todo.
Lo bueno y lo malo.
Justo cuando más lo necesitas.