La ley de los guantes mojados
Hace unos cuantos meses fui a pasar el día a El Escorial. Entrada la media tarde, dando una vuelta por el pueblo después de comer, crucé un estrecho parque donde vi jugando a una niña pequeña, de unos 4 años, enfundada en gorro, abrigo y botas para la lluvia con dibujos animados. La niña se encontraba de cuclillas en el suelo, apretando fuertemente sus manos contra la nieve que quedaba aún sobre la tierra del parque.
– ¡Mira papá! Estoy mojando los guantes –
– Ya te veo… pero si se mojan, ya no te van a calentar –
– ¡Sí! ¡Me van a calentar aún más! –
Su padre, sin preocupación aparente, da media vuelta y continúa paseando por el largo camino de abetos, mientras la niña sigue con su experimento.
Cotidiano, ¿verdad? No muy fuera de lo común ver a un niño explorando y curioseando su alrededor. Quizá lo que me llamó la atención (y por lo que os cuento esto) no fue la ilusión de la cría por mejorar la funcionalidad de los guantes mojándolos, sino la actitud de su padre.
¿Cuántas veces hemos mordido un limón y hemos apretado fuertemente los ojos por la acidez? ¿Cuántas otras nos hemos caído de un salto pensando que llegaríamos a la cama de nuestro hermano? O nos hemos quedado atascados pensando que nosotros, al contrario que el resto, sí que cabíamos por ese agujero.
¿Cuántas veces ha experimentado todos esos cálculos erróneos un niño de 3 años?
Para la mayoría de nosotros, todo esto parece obvio. Es información que llevamos integrada en los huesos, y sin embargo, ninguno recuerda tan vívidamente aquella clase en 3º de ESO sobre la gravedad y la “Ley de Atracción de los Cuerpos“… ni a tu madre gritándote de lejos que no te subas tan alto. Lo que recordamos es la ostia que nos dimos al caer, y cómo escocían las rodillas. Sólo eso consiguió que al día siguiente nos fijásemos más dónde poníamos los pies…
No soy madre ni padre, ni he sentido el vértigo que da ver a un hijo darse contra el mismo muro contra el que tú te has dado centenares de veces. Pero he sido y seguiré siendo una niña ingenua muchos años, y varias veces he sentido la aprensión de escuchar a mis padres advertirme acerca de las calamidades de toparme con ese muro, ladrillo a ladrillo… sin yo haber podido aún echar un pequeño vistazo de puntillas.
¿Contradictorio?… Bueno, así somos las personas, pensamos “x” y decimos “y”. Solo es cuestión de ir haciéndonos conscientes de ello poco a poco. Lo verdaderamente peligroso viene cuando soltamos la mochila y los libros, nos ponemos el traje y la corbata y continuamos prohibiéndonos a nosotros mismos mojarnos los guantes.
Si, por fuera nos hacemos mayores, pero el miedo se queda incrustado dentro.
Y es que no nos dejamos experimentar lo bueno y lo malo de este enorme parque de juegos. Parece que siempre vamos con cautela, buscando el camino que se ve más seguro… o por lo menos, el que tiene mejores vistas a ojos de mis padres.
“Este columpio, este… el que parece no tener astillas”. “Ese tobogán… mmm ¿muy alto, no?” Ese puesto de trabajo, esa relación, ese algo nuevo… miedo, miedo… y mucho.
Ojo, no es mi intención hacer apología del sufrimiento porque sí. Al fin y al cabo, este juego va de sobrevivir, no de lanzarnos por el primer acantilado. Me estoy refiriendo a la importancia de enseñarnos a experimentar. Desde bien pequeños.
La vida no está hecha para ser perfecta… pero tampoco para dar miedo. Que vivir no está prohibido, y si enseño a los que vienen detrás de mí a no jugar con sus canicas por miedo a perderlas, ¿cómo voy a arriesgarme yo? Sabiendo que quizá sea yo el que puede acabar perdido.
Las cosas se encuentran y se pierden; unas se quedan y otras se acaban. Y eso es ley. Y no es malo. Y no tiene que asustarnos. En realidad, cuanto antes aprendamos cómo funciona lo caprichoso de esta vida, más partido podremos sacar de ella.
Hoy he aprendido que no, los guantes mojados no calientan más las manos.
Pues seguimos. Y mañana más.
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